Símbolo

Los símbolos estructuran la vida. Están en cada superficie que tropieza nuestra mirada. En los costados de una caja de leche, en cada lado del cuerpo de los buses, en el extremo lejano de las medias y en el lugar en donde ponemos la fuerza que abriga la esperanza. Allá donde nos apartamos para pedir luz para que ilumine el camino que a veces se hace oscuro. Su poder es inmenso, mueven nuestra alma y el cuerpo que esta habita.

Hasta el más vano dice algo de nosotros.

Y aquellos fundamentales nos hacen libres o eternamente esclavos. Por eso, nombrarlos requiere un acto de máxima delicadeza, de honestidad, de empatía, de respeto.

Para poder hacer así esta tarea necesitamos tiempo. El tiempo de preguntar qué es, qué significa o de dónde viene; pues cada símbolo ocupa un lugar especial en el universo que llevamos dentro.

Leemos en silencio y en privado. No hay tiempo para compartir el viaje trascendente que nos regala cada línea o cada recuadro de una película. La historia termina en la última hoja y la película cuando aparece la palabra “fin”. Nada más errado. No salimos de un libro o una película siendo los mismos. La incomodidad que notamos frente al espejo nos lo dice, pero la callamos con la urgencia de seguir sin hacer preguntas, sin tener tiempo.

Y el Tiempo es justo aquello que nos arrebata el mito en el que vivimos hoy en día: el de ser y tener más y más, o al menos desearlo.

Y en esta loca carrera nuestros niños crecen solos. Crecen sin el tiempo de preguntar y responder y volver a preguntar. Sus ojos y su alma viajan en una línea recta, superficial. Sin espirales que los devuelvan a otros tiempos, sin poesía vertical.