Las historias: brújulas y maestras de nuestro vuelo migratorio

Hace dos días, después de leer un par de artículos en la prensa local sobre casos de migración en el territorio en donde me encuentro, me derrumbé. Me derrumbé de la tristeza y la rabia, porque como migrante me duelen y conduelen las travesías y las pruebas. Pero luego, y como sucede en los cuentos, cuando el sol volvió a salir, una o varias historias vinieron a mí y me devolvieron mis alas.

Caminar con una historia es como caminar con una brújula mágica, nos indica el norte cuando estamos perdidos. Porque una historia nos habla siempre de un viaje, de un viaje del alma y de las relaciones que alimentamos en su transcurso.

Conocer una historia, conocerla tanto como podamos, caminar con ella, soñarla, escribirla, compartirla con alguien, hace mover el cielo. Hace que nuestros cielos particulares y colectivos encuentren armonía.

Estos últimos meses he estado en conversación y retiro con muchas historias, he estado pensando en un nuevo taller para StoryTailors que nos permita generar esa práctica: la de caminar junto a las historias. Para ello quiero que trabajemos junto a la obra de las mujeres que acompañaron y enriquecieron enormemente los estudios de Carl Gustav Jung, entre ellas se encuentran Marie Louise Von Franz, Barbara Hannah y Tony Wolff.

El legado de conocimiento sobre la simbología presente en los cuentos es inmenso y tremendamente valioso y actual. Por eso caminar de la mano con las historias nos hace una especie migrante diferente, pero primero hemos de reconocer que somos una de tantas especies migrantes. Hay quienes hemos migrado una y otra vez, pero también, quienes no se han movido del territorio en donde nacieron, llevan esta memoria migrante en sus huesos, y un cuento despierta esa memoria, porque el movimiento físico y el movimiento del alma son dos representaciones del viaje que nos invita al conocimiento de nosotros mismos. Carl G. Jung lo llamó el “proceso de individuación”, pero mucho antes de Jung, en el oráculo de Delfos ya estaba grabada en la piedra esta invitación: “Conócete a ti mismo”.[1]

Antiguamente, hace miles de años, viajábamos constantemente para conseguir nuestro alimento y refugio. De nuestra conexión con todo lo que existe dependía nuestra supervivencia. Sabíamos leer la ciclicidad de todas las estrellas del cielo, del recorrido de los vientos, y el movimiento de los mares; cultivamos poco a poco nuestra conexión con las plantas y con todos los seres de especies distintas de la nuestra. De esta observación y de nuestro anhelo por transmitir nuestras experiencias nacieron las historias y los mitos.

Ese conocimiento tan rico, no se ha perdido -por fortuna-, pues nuestro anhelo de transmitir encontró el papel y la tinta y fue guardándose en volúmenes. En esta tarea han transcurrido milenios. A la par, nuestra mente y nuestra capacidad tecnológica han creado instrumentos para “ahorrar tiempo”. No tenemos que salir a ver el cielo y sentir el viento para saber cómo tenemos que vestirnos, una aplicación en el teléfono nos lo dice. Esto es muy práctico, pero con ello, algo de nuestro entrenamiento relacional ha venido empobreciéndose con crueles resultados. Todo lo que existe se ha alejado insondablemente de nuestro corazón. El animismo, esa conciencia relacional que cultivamos con tanta profundidad en la espiral del tiempo, se ha ido diluyendo en las lágrimas del sinsentido que tantas veces nos habita. Lloramos su pérdida, porque hablar con nuestro coche o con la almohada en este mundo de hoy es cosa de “locos”.

Es mi gran maestro David Abram quien habla del “animismo como activismo”, del restablecimiento de esa pulsión que restaura nuestra relación con el todo. Sí, hasta con nuestro coche. Cada vez que pongo una lavadora, le hablo, la consiento, le agradezco tanto porque gracias a ella puedo ir a escuchar una conferencia o hacer una pausa en mi día para poder hacer una siesta y así cuidar mi hígado. En casa de mi mamá y en la que habito ahora, tenemos lavadoras “viejas”, que llevan décadas cuidando de nuestras manos, de nuestra espalda, esa creación humana nos ha cuidado a nosotras las mujeres de una cierta manera.

Me dirán que la energía para que miles de millones de lavadoras en el mundo funcionen está acabando con el planeta, y sí, nuestra ecuación es complicada. ¿Quizá tendríamos que tener menos ropa? ¿Quizá debería importarnos menos las manchas que nuestros bebés dejan en nuestras blusas? Quizás. Pero yo guardo y alimento mi relación con mi bella lavadora blanca y creo que ella corresponde mi cuidado.

Los cuentos de hadas están poblados de este animismo que nos enseña el cuido relacional. En muchos cuentos, cuando la madre muere, la niña establece una relación con algún elemento del mundo no humano y de esa relación obtendrá regalos de vida y ayuda.

Hace tiempo, en otra newsletter, hacía referencia a una charla maravillosa dada por Eugenio Carruti[2] sobre la inteligencia vincular. Nuestra especie creó muchos instrumentos para permitirnos sobrevivir y dejarnos tiempo para otras cosas, ¿pero qué cosas? Eugenio propone que ese tiempo ahorrado deberíamos utilizarlo en el restablecimiento de nuestras capacidades vinculares. Sabernos relacionar, primero con nosotros mismos,  luego con los otros, humanos y no humanos es piedra basal para generar una transformación más de nuestra conciencia.

Basta mirar un noticiero o leer la prensa local para darnos cuenta de que, aunque queramos comenzar a explotar los recursos de la luna, como lo escuché el otro día en la radio, no tenemos ni idea como relacionarnos entre seres humanos. No hace falta que enumere en este escrito a qué me refiero. Pero va desde una guerra hasta de cómo nos hablamos entre vecinos, o en nuestra familia, pero sobre todo, y totalmente importante y básico, cómo nos relacionamos con nosotros mismos, con nosotras mismas. Las historias y los mitos están allí, esperando por nosotres para guiarnos en ese camino.

Escuchar historias es participar en un salón de clase, en un inmenso auditorio, fuera del espacio y del tiempo conocidos, para llevarnos a “el otro mundo”, un lugar en donde podemos ver con el corazón las energías arquetípicas que nos habitan y que toman la forma de personajes. El poder ver cómo un personaje se relaciona con otro, sea humano o no humano, nos da una lección de vida, es un aprendizaje sobre el cómo establecer un puente consigo mismo y con el otro, en suma, nos enseña a relacionarnos.

Yo insisto siempre en que después de leer un libro o una película, nos detengamos allí en donde esta historia nos tocó el alma; insisto en que exploremos esa imagen, esos personajes, esas sensaciones, porque allí hay claves para nuestra vida, estamos frente a un despliegue de energías arquetípicas que nos quieren decir algo.

Y no solo eso, cuando leo la página de agradecimientos que hace un autor, o cuando una película finaliza y veo todas las personas que participaron en su realización, me doy cuenta de que acabo de presenciar un evento grandioso: el trabajo de un equipo que unió todas sus facultades y su energía para relacionarse y crear algo. Con esto no quiero decir que la experiencia de ese grupo o de ese equipo haya sido obligatoriamente armoniosa, con esto quiero decir que acabo de presenciar un viaje relacional colectivo grandioso.

Escuchar un cuento es un evento grandioso, es escuchar la voz de la psique, es ser testigo de nuestra presencia y nuestro habitar transgeneracional en la espiral del tiempo, es reestablecer nuestra pertenencia y nuestra participación en el universo; es entrar en armonía con nuestra alma que se mueve, que migra, se duele y conduele, ávida de conocer cómo es relacionarse con el todo.


[1] Les comparto una conferencia maravillosa de ARAS, está en inglés solamente, pero para quienes puedan escucharla, es maravillosa: https://www.youtube.com/watch?v=EgNy6M0rggE

[2] En youtube puedes encontrar múltiples entrevistas a Eugenio Carutti, algunos enlaces son estos: https://www.youtube.com/watch?v=8wDIi3lr-dc https://www.youtube.com/watch?v=OxlOqNfGl8U