El palito de la «a», o el orígen de toda canción, toda poesía

I.

Mi hijo mayor no le pone el palito a la “a” cuando esta se encuentra al final de la palabra. Yo me di cuenta de esto, tarea tras tarea, desde hace un buen tiempo y siempre traté de decirle que no se le olvidara añadir ese palito, pues de lo contrario su “a” podría leerse como una “o”. 

(¿Y qué problema hay con ello? Me pregunto ahora…)

Hace unos días, fue su profesora quien se dio cuenta y le corrigió. Ese día mi hijo llegó triste, tristísimo. Porque la profesora había anotado en el tablero de la clase, a guisa de comparación y escarnio público,  la manera “correcta” de escribir la “a” al lado de la “a” sin palito que mi hijo escribía. Acto seguido le preguntó a toda la clase: “Cómo se escribe la “a”: ¿así o asá?”. “¡Asá!” respondió la clase. Es decir, como ella lo había hecho. Y ese día mi niño llegó a casa triste, tristísimo. 

Unos días después, mi hijo me mostró orgulloso su cuaderno de dictado, allí había repetido tres veces una palabra que terminaba con “a”, pero tampoco esta vez le había puesto el palito a la “a” y su profesora se lo había vuelto a señalar con su lápiz rojo. Al lado de esta corrección había una nota que él mismo le había escrito a su profesora: 

«Tu n’a pas le droit de m’obliguer à écrire la a comme tu la fais, je le fais d’une autre façon. Je m’en fou de ce que tu dis.»

“Tú no tienes el derecho de obligarme a escribir como tú la haces, yo hago la “a” mi manera. A mí no me importa lo que tú digas.”

Cuando yo leí esto, mi cuerpo volvió a tener ocho años, y como si la habitación se hubiera convertido de repente en un salón de clase, un frío recorrió mi cuerpo todo. De alguna esquina esperaba un grito y una advertencia de expulsión inmediata. La cara que hice debió haber sido desoladora y terrible, tanto, que la expresión de orgullo de mi hijo se transformó en llanto y temor, por eso salió corriendo a buscar un borrador mientras las lágrimas le corrían por las mejillas. 

Yo me quedé petrificada, como en los cuentos, intentaba salir de mi recuerdo y saber dónde estaba, qué edad tenía y qué era lo que estaba viviendo. 

Después de unos segundos que duraron varios viajes a la velocidad de la luz, me volqué hacia mi hijo, lo abracé fuerte y le dije: “Lo que hiciste está bien, tú expresaste el dolor que sentiste y que has sentido estos días por algo que a ti te parece que no es justo y eso está bien.”

Su llanto, a pesar de mi abrazo y de mis palabras no cesaba. Sentía que había hecho algo terrible. En un momento escapó de mis brazos y se puso a borrar la nota que había escrito a su profesora. Yo le dije: “Hay algo que está muy bien, está bien estar enojados, poder escribirlo y expresarlo, y saber que hay otros espacios en donde este enojo, en lugar de encender la furia y el castigo de tu profesora, puede crear belleza. ¿De dónde crees que salen las letras de las canciones? ¿De dónde crees que salen los cuentos? De sentimientos profundos como este que sientes ahora que nos hacen doler el corazón en la búsqueda de algo verdadero y justo, con nosotros mismos y con los otros.” Él lloraba sin parar, borraba con energía lo que había escrito en su cuaderno. Mi hijo tenía tanta rabia y tanto dolor por dentro, y yo, una vez de vuelta a este mundo y a mis 47 años… ¡estaba tan orgullosa de él porque había escrito, había gritado, por primera vez, su dolor con la escritura!

Seguramente, si hubiera dejado la nota, yo hubiera recibido una invitación a la dirección del colegio. Eso ya no lo sé. Pero sí sé que todavía no estamos listos como colectivo para abrazar este ni ningún dolor. Reprimimos y castigamos. No escribimos canciones ni hacemos poemas. O muy poco, o no lo suficiente. 

Un día volveremos mi niño y yo, a esta tarde de otoño y escribiremos una canción. 

***

II.

Más tarde otra reflexión vino a mi. ¿Qué hay allí, en esa necesidad, en esa certeza de mi hijo al escribir la “a” sin palito? 

Cuando aprendemos varias lenguas nos damos cuenta de que el género de las palabras varía de una lengua a otra, lo que es femenino en una lengua es masculino en la otra. ¿Por qué? No lo sé. No sé por qué las palabras tienen que tener género. No sé por qué debemos definirnos de un género u otro. O sí lo sé. Al inicio de la vida, todo era oscuro, luego se hizo la luz y con ello la dualidad y los opuestos marcaron nuestro conocimiento del mundo. Hemos dado vueltas y vueltas en la espiral del tiempo viviendo esta experiencia. Pero como en los cuentos, cuando hay una boda al final, quizá la psique nos dice que al unir los opuestos, tenemos la posibilidad de vivir otro momento en la transformación de nuestra conciencia. 

Sé que estoy resumiendo abruptamente una historia compleja y milenaria sobre el ser humano, pero en este gesto de mi hijo, observado con profundidad imaginal, algo me dice que esa fuerza que está más allá de nosotros, nos está pidiendo lucidez y apertura. Nos está pidiendo que le quitemos el palito a la “a”.

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